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En homenaje a Juan José Millás

Aquel día me pasé mucho tiempo, rascándome detrás de la oreja, sin saber por qué. Posiblemente me aburría el rabajo y haba cogido ese tic. Me puse un poco nervioso cuando me di cuenta, porque temí que se enojara Anita, mi novia, pero de ahí no pasó la cosa.

Aquella misma noche, cuando estábamos mirando por la tele una película en la que venía una perrita de buen ver, Fido, mi fiel bastardo emitió un silbato admirativo que me dejó patidifuso. No sabla que pudieran silbar así los perros.

Pero pasé de la sorpresa a la preocupación cuando, a los pocos días, tuve ganas de orinar al pie de varios faroles en el camino del mercadillo a casa. Tanto más cuanto que Fido me venía tirando de la correa con impaciencia todo el rato.

Mis padres y amigos poco después notaron al invitarme que me había entrado un hambre canina que ni se aplacaba y una tendencia más que lógica a dormir la siesta después de tanto comer.

Cuatro días más tarde, Anita me dejó plantado porque le dije que ya nosoportaba su perfume que cubría todos los olores circundantes. ¡Pero si me lo ofreciste tù! dijo, mientras Fido, que siempre habla tenido un oído de los más finos, se acostaba como si nada al pie de una de las pantallas acústicas del equipo de mûsica puesto a tope.

Recapacitando sobre todo eso y viendo al día siguiente, cómo, desde mi cama y con la ventana cerrada y las cortinas corridas, husmeaba el olor a pan tierno que salía de la panadería que había en la otra punta de la calle, comprendí por fin que iba perdiendo mi idiosincrasia en provecho de mi perro y... recíprocamente.

Este día me di de baja y me quedé acostado todo el día, ovillado sobre la colcha de la cama. Fido volvió tarde y le hice carantoñas cuando por fin llamó a la puerta. Se había olvidado del pan y tuvo que bajar otra vez.

Al día siguiente, pasó por casa Anita, inquieta de mi silencio. Noté que Fido se sentaba a su lado, en el sofá, dejándome a mí a sus pies, que a él, ella le iba dando besitos y a mí migajas de la galleta que estaba comiendo.

Por eso no me extrañé cuando se levantó ella para irse y le pregunté: "¿Ya te vas?" y oí la voz de Fido que me contestaba: "Sí, macho, nos vamos". Me contenté con un gruñido sordo, mientras la puerta se cerraba en mis narices.

  • Cambiado lo que se había de cambiar.

©Pierre-Alain GASSE, 1995. Trad. 08/02.